La muerte es el mayor de los enigmas, la más seria amenaza a las ansias humanas de vivir, el último enemigo del hombre:
"El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua"La muerte desconcierta, sobrecoge, escandaliza. Frente a ella, de uno u otro modo, el hombre se pregunta: ¿Por qué la muerte? ¿Habrá algo después? ¿Qué será de mí y de los míos?
¿Estamos condenados a muerte o existe para nosotros una esperanza? La muerte pone en cuestión el ser y el sentido de la existencia humana. Si el hombre es, en realidad, un ser para la muerte, bien puede decirse también que es una pasión inútil. Ahora bien, la muerte pone en cuestión también a Dios. Dios es el Señor de la vida y de la muerte y, además, es Amor. El verdadero amor pide eternidad. El amor de Dios no sólo la exige, sino que, eternamente fiel, la da a los suyos. Si la muerte fuese lo más fuerte, o Dios no sería Dios o Dios no sería amor. Es Dios mismo quien ha sembrado en el corazón del hombre un anhelo de inmortalidad.
Según formulaciones de la fe de la Iglesia, "los muertos resucitarán en sus cuerpos"
"con sus propios cuerpos que ahora tienen" La resurrección de los muertos será "la resurrección de la misma carne que ahora tengo" La fe cristina no se limita a sostener el hecho de la resurrección, defiende además la identidad corporal del resucitado. Pero no podemos pensarla ingenuamente como una identidad groseramente material, como un retorno de la carne y sangre perecederas. En el fondo, la Iglesia, con su fe en la identidad del cuerpo resucitado, trata de salvaguardar la identidad del hombre resucitado con el hombre de la anterior existencia temporal. El cuerpo, en efecto, es la totalidad de mi persona en tanto me expreso y asomo a lo exterior. La corporeidad de la resurrección será la mía; más aún, será más mía que nunca lo fue en mi vida terrena.
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